El riesgo del diagnóstico precoz

Carlos García-García
Doctor en psicología y psicólogo clínico

Diagnostico


En psicología y psiquiatría es fácil diagnosticar, se puede hacer en un par de sesiones. Basta con tener una breve charla con el paciente, quizás con sus familiares, en la que observaremos su comportamiento. Después debe(n) contestar con cruces a las preguntas de un cuestionario de esos que llaman objetivos y en los que nunca se ofrece la posibilidad de responder "depende". Con esos datos acudimos al manual diagnóstico DSM (al que popularmente se le conoce como "la biblia") que incluye cientos de trastornos, cada uno con su lista de síntomas, et voilà!


Ese diagnóstico, basado no en datos objetivos sino la interpretación personal del evaluador, conduce a un tratamiento supuestamente eficaz que, por supuesto, se centra exclusivamente en la eliminación de la conducta (o el pensamiento o la emoción) considerada mala o errónea. Se trata de un modelo calcado del que se utiliza en medicina, pero sin el rigor científico de ésta. O sea, una mala, y a veces contraproducente, copia.


No sorprende que muchos queden deslumbrados por ese saber pseudocientífico. Les proporciona tranquilidad, una falsa seguridad personal ante lo incomprensible. Se les ilumina la cara al comprobar que el comportamiento del paciente "cuadra perfectamente" con tal o cual trastorno del manual diagnóstico. Asunto cerrado. Se conforman así con un saber basado en lo aparente que ni de lejos explica el caso en toda su complejidad.


En psicología y otras disciplinas afines conviene tener en cuenta que, a menudo, lo que parece no es lo que es. Si nos contentamos con detectar y abordar lo sintomático sin pensar qué tiene eso que ver con la vida de la persona, es prácticamente seguro que nos equivoquemos.


La principal virtud que ha de tener quien trabaja con los problemas psicológicos de las personas es, por tanto, la de saber esperar para no precipitarse en el diagnóstico (que muchas veces es del todo innecesario) y el tratamiento. Antes de actuar conviene concederse el tiempo necesario para pensar y comprender bien el caso, para conocer a la persona y sus circunstancias.


Cuando contemplamos la extrema delgadez de una adolescente, cuando un adulto nos cuenta que entra en pánico al subir a un coche o cuando observamos que un niño no puede parar de moverse y tiene muchas dificultades para concentrarse, no debemos abordar esos hechos como algo ajeno a la subjetividad del paciente que conviene erradicar sin más como haría correctamente un médico con los síntomas de una cistitis. Éste puede localizar sin lugar a dudas la enfermedad que origina esos síntomas y atacarla directamente. Nosotros no.


Cuántas veces ocurre que al actuar según el esquema médico los síntomas psicológicos se refuerzan, resistiéndose a ser vencidos. Si esto es así es porque no son signos de una enfermedad propiamente dicha, sino de una estructura psicológica, de una personalidad incomparable. Es decir, que el síntoma psicológico no le ocurre a la persona, como la cistitis, sino que ES de la persona, forma parte de ella, está construido por ella. Es por eso que debemos esperar a comprender qué papel juega ese comportamiento, pensamiento o sentimiento en la vida del sujeto, qué sentido tiene para él. La fiebre no quiere decir nada más de que algo no funciona bien en el organismo. El síntoma psicológico dice muchísimo más, habla de la forma en la que la persona ve el mundo y cómo interactúa con él. Intentar arrancarlo de cuajo, sin escucharlo y comprenderlo, es dejar a la persona desnuda, de ahí la resistencia a abandonarlo.


He asistido a muchos adolescentes que parecían psicóticos pues presentaban un delirio perfectamente estructurado y a muchos otros cuya conducta era claramente la de un psicópata. He estado con muchos niños cuyo comportamiento mostraba a las claras que eran casos de Trastorno por Déficit de Atención con (o sin) Hiperactividad. Etcétera. Alrededor siempre ha habido un adulto angustiado (maestro, padre/madre…) y, muchas veces, un profesional con un diagnóstico en la mano basado únicamente en el comportamiento del afectado. He intentado convencerles, no siempre con éxito, de que debíamos esperar antes de actuar, que era preciso investigar en qué circunstancias vive el chico, cuál ha sido su historia y qué tiene él que decir de lo que le está pasando. En muchas ocasiones el diagnóstico y el tratamiento precoces no eran los adecuados. Los síntomas eran la reacción a un conflicto personal y/o social que, una vez resuelto, deja de presentarse o, al menos, lo hace en un grado que no condiciona la vida de la persona.


Recuerdo a una profesora que, preocupada, afirmaba que su alumno de seis años "era un TDAH". Doy fe de que lo parecía. La psicóloga del centro había pasado los cuestionarios correspondientes y los resultados eran evidentes ciñéndose al manual, claro. El niño fue remitido al neuropediatra quien confirmó que el niño "era un TDAH" con prevalencia del comportamiento impulsivo y prescribió un tratamiento a base de estimulantes (anfetaminas). Estos criterios y tratamientos, sin duda bienintencionados, sólo estaban basados en lo que se veía: en el comportamiento del niño y en la gráfica del electroencefalograma. Pero al niño y a los padres nadie les había escuchado con los oídos destapados.


Existe un cierto egoísmo en esta precipitación diagnosticadora: pongámosle un nombre al problema (TDAH) y un tratamiento (anfetaminas) y nos quedaremos todos tranquilos por haber hecho lo correcto. ¿Acaso no ha dejado el niño de moverse, acaso no presta ahora mucha más atención, acaso no se porta mejor? ¡Sí, es evidente! Pero, ¿acaso tenéis en cuenta el peso subjetivo que tiene un diagnóstico etiquetador y los efectos adversos de la medicación; acaso está siendo el niño que realmente es o el que vosotros queréis que sea; acaso le habéis escuchado sin acosarlo con preguntas sin sentido; acaso sabéis que el niño se bloquea porque su profesora no para de gritarle y exigirle lo que no puede hacer; acaso sabéis que su abuelo al que le unía una estrechísima relación acaba de morir; acaso sabéis que el niño está celoso porque su madre va a tener un bebé en dos meses; acaso sabéis que en casa no se están haciendo las cosas como se debería por distintas circunstancias de los padres; acaso podéis siquiera contemplar la posibilidad que esos factores ambientales puedan influir poderosamente en el comportamiento del niño?


Tuve varias entrevistas con la psicóloga y la profesora sin demasiado éxito. Trabajé con el niño y sus padres durante dos años. En ese tiempo cambió de profesor, uno que se ocupaba más de él que de sus síntomas. Gracias a ello le va bastante mejor en el cole (no saca sobresalientes, no). Es despistado, un poco bruto y le va la marcha. Es buena gente hasta la médula, quiere a sus amigos y es querido por ellos y cuida bien de su hermano pequeño que va camino de convertirse en otro terremoto. Nunca ha tomado las pastillas. Ha tenido la suerte de tener unos padres valientes que lo quieren y han sabido esperar sin dejarse llevar por su natural angustia. Este niño no "es un TDAH". Se llama Héctor y es feliz. 

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