Hace treinta años, Antoni Asunción, director general de Instituciones Penitenciarias, convocó en su despacho a Manuel Avilés, que era entonces subdirector de una cárcel alicantina. En su libro ‘De prisiones, putas y pistolas’ (Ed. Alrevés), Avilés cuenta que el político valenciano le dijo: “Buscamos a un hombre joven, inteligente, con cierta experiencia carcelaria, que no se asuste fácilmente, con capacidad verbal y de relación, sin muchas cargas familiares”. Le proponía pasar a dirigir la cárcel alavesa de Nanclares de la Oca. El elegido se sinceró y le dijo que era un funcionario del montón, que no tenía ni idea del que llamaban ‘problema vasco’. Pero aceptó. Era un tipo arrojado, seguro de sí. Tiempo después, se diría: “Creo que me he metido en un berenjenal de tres pares de cojones. ¿Quién me mandaría, coño, con lo tranquilo que vivía yo?”. Tenía que adelantarse a los acontecimientos y prever cualquier desastre.
Avilés tenía a su cuidado unos 650 presos, de los que cincuenta y tantos eran etarras condenados por delitos propios de su banda, esto es, por pegar tiros a la nuca y por poner bombas en los bajos de los coches. Estos formaban un grupo compacto y se les tenía por ‘blandos’.
El 17 de octubre de 1991, con tres atentados en Madrid, la banda asesina acabó con la vida de una persona (dejando huérfanos a cinco niños, y viuda a una mujer), dejó heridos de extrema gravedad a dos hermanos y mutiló a la niña Irene Villa y a su madre María Jesús.
Todas las víctimas de terrorismo, de la clase que sea, tienen nombre y apellidos, una historia y una dignidad. Gracias a COVITE los podemos ubicar en el portal mapadelterror.com, el primer memorial online que tenemos en España. ‘El colectivo’ de Nanclares no brindó con cava ni compró caviar, hubo silencio, cabezas gachas y miradas al suelo, evitando la de Avilés. Estos tíos tienen miedo, se dijo, lo que aún no he averiguado es a qué. Son además una banda de cotillas, los rumores, las maledicencias y el chivateo están a la orden del día. Tienen pánico a que nadie conozca su postura discrepante. El problema es el enorme control social que tienen, un nudo difícil de desenredar.
Avilés tenía claro que en este mundillo nadie da un paso sin sentirse apoyado por otros: “Un expulsado no tiene la menor capacidad de cambiar nada, es como un leproso bíblico, nadie quiere acercarse a él”. Ustedes no entienden nuestro mundo, le dijo uno de ellos, pero el director Avilés, al margen del marco mental etarra, le contestó: “Nosotros, aunque no seamos vascos, tenemos ojos y oídos y hasta una pizca de inteligencia”. Los bandidos eran conscientes, no obstante, de que aquel director tenía muy poco que ver con los que antes habían conocido.
En esta crónica novelada de su estancia en Nanclares de la Oca, Avilés dice con toda franqueza que una cárcel es un laboratorio de conductas en el que, como director, “puedes ser san Francisco de Asís o el doctor Mengele, o una mezcla de ambos; respetar los derechos y a la vez observar, ver los puntos flacos y entrar por ahí al interno”. Y nunca se olvidó de lo que le dijo una gitana que le maldecía en un locutorio: somos lobos de la misma camada.
“Buenas tardes, Juan Lorenzo (Lasa Mitxelena, Txiquierdi) –digo con suavidad, mientras veo su cara de asombro por mi entrada. En persona no uso nunca sus ‘nombres de guerra’ o los apodos con que se les conoce en la banda y fuera de ella. Siempre el nombre propio o el apellido-. ¿Puedo pasar?”.
Se grabaron unas conversaciones privadas, en los locutorios de la cárcel, en las que presos de la banda terrorista condenaban los atentados indiscriminados que tenían a niños como víctimas. Y el propio Avilés fue a Madrid a entregarle en mano a Asunción las cintas. Se hicieron públicas en la SER, a las dos de la madrugada del 2 de diciembre de 1991. Tuvieron una repercusión mundial, fue un hecho importante para derrotar a la banda criminal.
“Tienes –se le dijo a Avilés- una diana dibujada en la frente y otra en la nuca. Si consiguieran pegarte dos tiros, para ellos sería el logro del siglo”. No tardó en saberse que tres etarras presos, en otro lugar, y dos etarras abogados planearon y ordenaron asesinar a Manuel Avilés. Éste tenía muy claro el marcaje con que los abogados del conglomerado etarra retenían a sus ‘defendidos’. Quien no seguía a rajatabla sus directrices, decía, “quien aduce estar enfermo para no salir a verlos cuando lo llaman, quien no secunda las huelgas de hambre programadas a cada poco por la banda para dar el follón, etcétera” quedaba marcado y amenazado con brutalidad.
Avilés y Asunción supieron ver los gestos de distanciamiento que se daban y los aprovecharon con resolución “para profundizar en la grieta abierta”. De todo esto ha de quedar constancia.
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